Revista Mad. No.6. Mayo 2002. Departamento de Antropología. Universidad de Chile
http://www.facso.uchile.cl/publicaciones/mad/06/paper02.htm
Una Visión Particular de la Percepción Social de la Ciencia:  Entusiasmo,  Trivialización,  Desencanto
Dr. Alejandro Navas García. Director del Departamento de Comunicación Pública de la Universidad de Navarra. Actualmente es asesor del Gobierno de Navarra.

Resumen

Se me puede reprochar con motivo que el título de esta exposición resulta demasiado largo, pero a cambio ofrece la ventaja de proporcionar una idea bastante precisa de su contenido. Para completar esa idea sólo quedaría señalar por una parte que entiendo la secuencia de esos tres jalones -entusiasmo, trivialización y desencanto- como fases más o menos sucesivas de un proceso histórico; y por otra,  que al analizarlo adoptaré de modo predominante una perspectiva sociológica (1).

Palabras claves: sociología/ antropología/ historia de la ciencia/ postmodernidad/ bioética

Entusiasmo

Podemos aceptar con Aristóteles que los hombres buscan por naturaleza el saber. Pero si nos fijamos en los modos prácticos en que se ha planteado esa búsqueda desde la Grecia clásica hasta nuestros días, resulta oportuno concretar un poco más. En general, el hombre ha asociado una doble finalidad a la adquisición de ese saber: la utilidad práctica  y el sentido.

El ser humano tiene que procurar dar satisfacción a sus necesidades vitales -alimentación, vivienda, reproducción, etcétera - y como esos fines no pueden alcanzarse en solitario, ha de regular la convivencia con los demás, desde el ámbito de la familia al de la sociedad global. Se hace necesario, por tanto, desarrollar una tecnología y elaborar reglas de muy diverso tipo -éticas, jurídicas, de urbanidad…-. A todo eso llamamos cultura. Pero al hombre no le basta con esto. Casi tanto o más que la solución de los problemas materiales que plantea la vida, necesita encontrarle un sentido para orientarse en ella. Ya que la biología no nos dice cómo hemos de vivir -nuestro aparato instintivo, si es que se admite la presencia de instintos en el hombre, es casi irrelevante a estos efectos-, la vida se convierte en una tarea, en un proyecto que debemos primero delinear antes de intentar llevarlo a la práctica con mayor o menor fortuna. Parte de ese diseño incluye de modo inevitable el intento de dar respuesta a las preguntas decisivas de la existencia: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué nos depara el futuro? Por eso, junto a la tecnología  y a los diversos cuerpos normativos, encontramos en toda cultura un elemento simbólico, sapiencial, que da razón de la identidad y del puesto del hombre en el mundo, de su origen y de su destino. De modo tradicional, ésta ha sido la función del mito o de la religión, según los casos.

Si nos fijamos en la Europa antigua y medieval, es la religión cristiana la que se encarga de cumplir este papel (2). El cristianismo no se limita tan sólo a proponer a los hombres un camino de salvación y, de modo subsidiario, a responder a esos interrogantes existenciales básicos, sino que enmarca el conjunto de la acción social y política. Por citar un ejemplo de actualidad - debido al centenario que se celebra este año-, el reinado de Carlos V no tendría sentido desligado de ese concreto horizonte religioso. Lo específico del cristianismo es que Dios se ha revelado al hombre, manifestándole su voluntad, tanto mediante palabras  recogidas en los textos que componen la Biblia, como en la persona de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

No hay que detenerse en las repercusiones que tuvo para la Europa cristiana la crisis, inicialmente sólo religiosa, que significó la reforma protestante. De repente, la Sagrada Escritura se convirtió en un texto equívoco -todavía no se hablaba del “círculo hermenéutico”-, que se prestaba a las más variadas interpretaciones. Y esa diversidad de lecturas no se limitaba a alimentar disputas técnicas entre teólogos y eclesiásticos, sino que la confrontación  se trasladó al ámbito político, con resultados sangrientos.  La denominación de “guerras de religión” tal vez suene a exagerada,  pues las contiendas que asolaron Europa durante un siglo no se pueden atribuir en exclusiva al elemento religioso, pero parece indudable que la religión cristiana se convirtió en un poderoso factor de división y enfrentamiento. En el nuevo contexto europeo derivado  de la paz de Westfalia, se hace preciso neutralizar ese foco de conflictos. Y la fórmula adoptada para conseguirlo es el  cuius regio, eius religio.

La Biblia deja de ser así el texto que contiene las claves para orientar la existencia de los europeos, de ahí que se necesite dar con otra fuente para dotar de significado a la vida humana. Por suerte, no se tarda mucho en encontrar un libro alternativo: la misma naturaleza,  obra también del Creador y en la que éste  manifiesta  igualmente sus designios providentes. La ventaja de este libro de la naturaleza es que está escrito en un lenguaje inequívoco, el de las matemáticas, que no da lugar a disputas hermenéuticas. La ciencia moderna inicia su portentosa singladura, en un contexto de optimismo lleno de entusiasmo  y de confianza ciega en el progreso, que se convertirá en el gran mito de la Ilustración. Este Progreso -en singular y con mayúscula- aparece como necesario e ilimitado; es decir, se producirá de modo inexorable, al margen y por encima de la actuación humana, y sus beneficios de todo orden nunca dejarán de fluir, haciendo al género humano cada vez más sabio, justo  y feliz.

Los padres de la ciencia moderna -Galileo, Descartes, Kepler, Leibniz o Newton- están animados por una intención casi apologética, convencidos de encontrar en la legalidad que rige el orden del mundo la expresión más acabada de la voluntad divina. Resulta ilustrativa la pretensión de Swammerdam de  mostrar la prueba de la providencia divina en la anatomía del piojo. Esta congruencia  entre la incipiente ciencia moderna y la fe cristiana no es casual en modo alguno. Conviene recordar que fue justamente la desacralización del mundo llevada a cabo por el cristianismo el humus sobre el que pudo germinar la ciencia en sentido moderno. Así, no puede extrañar que fueran clérigos y frailes, franciscanos más en concreto, sus primeros y destacados  cultivadores.

Ya se ha dicho que el surgimiento de la ciencia moderna se enmarca en un contexto de crisis, crisis que sacude los fundamentos mismos de la cristiandad medieval, pero el entusiasmo que da título a este epígrafe está más que justificado. La ciencia nos va a asegurar una comprensión cabal de los designios de Dios para el hombre y el mundo, a  la vez que  nos proporcionará conocimientos suficientes para incrementar tanto el saber teórico como el dominio práctico del mundo natural. Y durante un par de siglos las previsiones parecen cumplirse al pie de la letra.                                                 

Porque la  ciencia inicia lo que será un desarrollo prodigioso que  el conjunto de la opinión pública europea sigue con toda atención. No se trata de algo propio de especialistas que afecte tan sólo a unos restringidos círculos de iniciados. En una medida que cuesta imaginar al ciudadano de nuestros días, lo que se elabora y debate en los medios científicos interesa e incluso apasiona a la casi totalidad de la población. Se habla y se discute de cuestiones científicas o filosóficas en las universidades y en las academias, lo que resulta obvio, pero también en las cortes, en los salones de los nobles y en los puestos de los mercados. Ni siquiera las mujeres quedan al margen de este proceso, aunque luego la Ilustración ya cuajada tenderá a marginarlas. Ahí están las relaciones de Descartes con nobles y princesas, Las cartas a una princesa alemana de Euler o El sistema newtoniano para la mujer de Algarotti; el Journal des savants podrá incluso decir con un punto de ironía que el afán por saber está convirtiendo a la galantería en algo pasado de moda.

Sin embargo, cuando los efectos de ese asombroso desarrollo científico y tecnológico empiezan a generalizarse y a afectar al conjunto de la población occidental -revolución industrial, por ejemplo-, surgen los primeros síntomas de crisis.

Trivialización

Ni el imparable incremento de los conocimientos, ni las chimeneas de las fábricas que se multiplican por doquier logran esconder la inesquivable realidad: esa maravillosa ciencia no consigue, a pesar de todos sus progresos, aquietar las más profundas aspiraciones que laten en el fondo del corazón humano. La ciencia no da respuesta a las preguntas decisivas y, en consecuencia, no nos indica cómo hemos de vivir. Los conocimientos que nos proporciona en cantidades crecientes tienen, sin duda, un gran interés práctico y van a posibilitar un grado de bienestar material nunca imaginado, pero se muestran en igual medida desprovistos de significado a la hora de buscar respuesta a las preguntas que más importan en nuestra vida. En este contexto habla Tenbruck del progreso científico como de un proceso de trivialización. Con cierta tristeza se registra que no tiene solución  la ecuación que se proponía identificar ciencia y felicidad.

Hoy sabemos más que nunca -se estima que el acervo del saber disponible se duplica cada cinco años-, pero a la vez nunca ese saber ha importado tan poco a la generalidad de los hombres. Interesa, por supuesto, la aplicación práctica de los nuevos conocimientos en la medida en que contribuye a combatir enfermedades o a resolver los problemas de  la humanidad, pero,  a pesar de que también la divulgación científica haya experimentado un notable desarrollo, casi nadie se preocupa por los retos o debates que centran la atención de los medios científicos.

Todo desencanto guarda  proporción directa con la magnitud de las expectativas que al fin se vieron defraudadas. Es lógico, por tanto, que el desengaño inducido por el incumplimiento de las promesas formuladas por la ciencia estuviera llamado a provocar una profunda frustración. Se entiende, entonces, que la ciencia haya recurrido a diversas estrategias para paliar los efectos de la catástrofe y, dentro de lo posible,  salvar la cara.

Una primera manera de combatir ese indeseable  efecto trivializador consiste en dirigir la mirada hacia nuevas disciplinas científicas, en la confianza de que ellas sí que podrán proporcionar el significado anhelado. Este intento se ha visto facilitado por el considerable incremento de nuevas ciencias surgidas a lo largo de estos últimos siglos. Con frecuencia  la constitución de esas nuevas disciplinas se vio acompañada por la formulación de las más altas expectativas en cuanto al desvelamiento, por fin ya definitivo, de los secretos de la estructura del Universo o de la existencia humana. Ahí están, a título de ejemplo, los casos del vitalismo de Hans Driesch, la mecánica cuántica de Max  Planck o la cibernética de Norbert Wiener, por no hablar de la cosmovisión asociada al paradigma neodarwinista.

El mecanismo es siempre el mismo: la aparición y subsiguiente consolidación de una nueva ciencia parece autorizar a sus cultivadores a pontificar y dar por resueltas las últimas cuestiones relativas al sentido de la vida. El entusiasmo que provocan en cada caso los nuevos descubrimientos es tan grande, que esos científicos no consiguen escapar a la precipitación, por lo que sus proclamas suelen presentarse como pronósticos de inminente cumplimiento. Desgraciadamente, la luz que se nos anuncia  cercana suele tardar en aparecer y, mientras tanto, seguimos en la penumbra. Eso sí, los rápidos  avances técnicos  facilitan que nuestra instalación material en el mundo se perfeccione cada vez más, lo que sin duda hará la espera algo más llevadera.

Si la ampliación del campo del saber, y la subsiguiente proliferación de nuevas ciencias, no nos trae la iluminación definitiva, no queda entonces más remedio que aceptar un retraso en el logro del objetivo. Como la confianza en el Progreso se mantiene todavía inalterada, el  ya es sustituido por un todavía no. Es verdad que aún no hemos conseguido una respuesta definitiva a esos interrogantes últimos, pero todo es cuestión de tiempo. El carácter acumulativo del progreso científico no tardará en dar satisfacción a nuestras pesquisas. Sólo hay que tener paciencia y, por supuesto, seguir trabajando.

De modo paralelo,  se lleva a cabo un considerable esfuerzo en el afinamiento de la metodología científica. Ahí están los desarrollos de la matemática, la lógica y la teoría de la ciencia, junto con el perfeccionamiento de las técnicas experimentales y de los instrumentos de medida. La preocupación por el método pasa a ocupar un lugar central en la tarea científica. Estos avances metodológicos multiplican los datos disponibles, que son además mucho más fiables, lo que permite mantener viva la esperanza: nada habla en contra de las hipótesis formuladas, así que, en cuanto dispongamos de los medios necesarios para verificarlas, habremos llegado a la meta del esclarecimiento definitivo acerca del ser íntimo del Universo y del hombre.

El afianzamiento del método experimental consagra el triunfo del positivismo. Este ideal cognoscitivo y metodológico va a fascinar a las nacientes ciencias sociales -historia, sociología, psicología, antropología…-, que lo van a adoptar como modelo con la intención de constituirse en disciplinas tan positivas como las ya asentadas ciencias naturales.

La aplicación del probado método experimental al propio hombre, ya sea en sí mismo considerado, en su existencia a lo largo del tiempo o en su dimensión social, tendría que dar de modo necesario los frutos tan largamente deseados. La sociedad y la cultura se asimilan a la naturaleza. Si hemos conseguido desvelar los secretos del mundo físico y controlarlo a nuestra conveniencia, cabe esperar algo parecido cuando conozcamos de modo científico las leyes que rigen la vida social. “Saber para prever, prever para dominar” es el lema de la sociología de Comte y un ideal que  -en mayor o menor medida,  y de forma más o menos declarada-  ha subyugado a la sociología hasta el día de hoy. La utopía puede adquirir así un tinte científico, lo que la hace más verosímil. Por fin estaremos en condiciones de instaurar un régimen social perfecto, gobernado científicamente, que alumbrará una nueva humanidad.

Al cabo de casi dos siglos de cultivo positivo de las nuevas ciencias sociales está claro que nuestros conocimientos de detalle acerca de la condición humana se han multiplicado de forma exponencial. Pero es igual de dudoso que esas disciplinas hayan cumplido la función sapiencial que se les atribuyó al comienzo de su exitosa trayectoria. Disponemos de innumerables datos acerca de la vida humana en el pasado y en el presente, pero las ciencias sociales no están en condiciones de decirnos cómo hemos de vivir. Este resultado más bien escuálido no debería sorprendernos, pues, con independencia de que se deduzca de la misma naturaleza de la actividad científica, ya fue anunciado con suficiente antelación. Basta recordar, entre tantos posibles testimonios, la cáustica crítica del desengañado Pareto a la ingenua pretensión del laicista Durkheim de elaborar una moral nueva a partir de la ciencia.

Desencanto

Si tampoco las nuevas ciencias sociales consiguen eludir la trivialización y el orgulloso moderno descarta dirigir su mirada a la sabiduría clásica -que considera obsoleta y descalificada por los avances de la ciencia-,  no queda más que el recurso de la zorra de la fábula ante las uvas inalcanzables: declarar que la búsqueda del antaño ansiado objetivo en realidad no tiene sentido. Si la respuesta se muestra escurridiza y, a la postre, inasequible, una manera de evitar el fracaso salvando las formas es renunciar sin más a plantear  la propia pregunta. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Esta operación admite a su vez diversos grados o etapas. De entrada, se rebajan las pretensiones cognoscitivas, que se limitan a lo verificable empíricamente. Es la época del neopositivismo lógico. El ámbito de lo cognoscible de modo objetivo se recorta así drásticamente. Y cuando el mismo neopositivismo entre en crisis, al ponerse de manifiesto que sus presupuestos  metodológicos no son más que una mera petición de principio, se optará por suspender toda pregunta. El mundo, regido por el azar, se torna hermético, sin sentido. El lenguaje pierde toda aptitud para expresar cualquier tipo de conocimiento acerca de esa supuesta realidad. Para Foucault, por ejemplo, las palabras no son más que violencia que hacemos a los demás y a las cosas.

Este itinerario de la reflexión filosófica sobre la ciencia se vio acompañado por una crisis de la ciencia misma  -ocurrida en el primer tercio de nuestro siglo- cuyas consecuencias se dejan sentir hasta el día de hoy.

Cuando los físicos se creían a punto de desvelar los secretos de la materia -y conocer la estructura del átomo iba a permitir averiguar también la del universo entero-, sobrevino una profunda crisis que erosionó los cimientos de la que era hasta ese momento la reina de las disciplinas científicas. Después de aportaciones como las de Heisenberg, Bohr o Gödel, ya nada volvió a ser igual.

La investigación científica encuentra unos límites que parecen insalvables por principio. El ideal del absoluto objetivismo se esfuma sin remedio. Hay que renunciar a la pretensión de un conocimiento completo y definitivo, que iba a hacer el mundo del todo transparente a nuestra mirada inquisitiva. Se acepta que tanto las hipótesis como las teorías basadas en ellas tienen una vigencia provisional y limitada: la caducidad se instala en el corazón de la actividad investigadora. Las leyes que establece la ciencia ya no son la expresión de determinismos que manifestarían la esencia de la realidad, sino  meras aproximaciones estadísticas o probabilísticas, relativas a los fenómenos observables. La confianza en la propia capacidad, que rozaba la arrogancia, se convierte en modestia. No importa que esta metamorfosis se lleve a cabo de buen grado o a la fuerza, la realidad se impone de modo implacable. Aunque los testimonios que documentan este cambio de actitud son muy abundantes, me limitaré a citar aquí uno de los más cualificados: “En 1921 yo creía -y compartía esta creencia con muchos de los físicos contemporáneos- que la ciencia producía un conocimiento objetivo del mundo, que está gobernado por leyes deterministas. Para formarse una representación del mundo, el método científico me parecía superior a otros procedimientos más subjetivos, como la filosofía, la poesía o la religión. Y siempre pensé que el inequívoco lenguaje de la ciencia era un medio apropiado para lograr un mejor entendimiento entre los seres humanos. En 1951 ya no lo creo así. La frontera entre objeto y sujeto se ha difuminado, leyes estadísticas han reemplazado a las deterministas, y por encima de fronteras nacionales los físicos se dan cuenta de que han contribuido, no al mejor entendimiento entre las naciones, sino a la invención y aplicación de las más horribles armas destructoras” (3).

La ciencia no se ve obligada a modificar únicamente su talante, sino que también debe someter a  revisión crítica  su propia historia. A partir de las aportaciones de Kuhn y otros y de los debates en torno a la concepción heredada y al programa fuerte, se empiezan a ver esa historia y las prácticas de la comunidad científica con una nueva luz, muy alejada de la hagiografía  oficial. La historia de la ciencia ya no aparece como un simple proceso lineal de acumulación del saber llevado a cabo por científicos heroicos y altruistas, entregados a su quehacer con una abnegación que recuerda la del sacerdote dedicado a su ministerio sagrado (imagen, por cierto, muy empleada por los propios científicos del siglo pasado, imbuidos de la excelencia de su misión. Como la religión tradicional estaba llamada a desaparecer para ceder su puesto a la ciencia, ellos ocuparían, en consecuencia, el lugar de los sacerdotes). Ahora descubrimos, no sin asombro, que los científicos son hombres como los demás, víctimas de las pasiones más viles y elementales -ambición, envidia, soberbia, afán de poder, apego a la riqueza, etc.- y que la historia está llena de revoluciones violentas, pugnas entre paradigmas rivales y luchas por la reputación, donde el amor a la verdad no siempre inspira los comportamientos.

Hemos pasado, pues, de la trivialización al desencanto. Pero no todo está perdido. De una parte, y como luego mostraré, la decepción no ha arruinado por completo el crédito de que gozaba la ciencia; y de otra, nos queda la tecnología. Si no esclarecimiento del sentido de la existencia, tenemos al menos el dominio técnico del mundo al servicio del bienestar material de la humanidad (o de su fracción occidental, si queremos ser más precisos). A este respecto sí que se han cumplido las expectativas, formuladas ya en fecha temprana por Francis Bacon: el dominio de la naturaleza, la equiparación de saber y poder, la instauración del reino del hombre sobre la tierra. Lo que aquí se enuncia no es un simple ojalá, sino un auténtico mandato, que el moderno se ha apresurado a cumplir.

Los resultados dan motivo más que suficiente para enorgullecerse de los logros de la cultura moderna, pero no pueden ocultar un carácter ambivalente, que parece propio de casi toda realización humana, reflejo tal vez de nuestra bifronte condición, capaz de lo mejor y de lo peor.

Los hombres de la Ilustración eran incapaces de pensar que del desarrollo científico pudieran derivarse consecuencias negativas, pues la ciencia parecía la cifra de todos los bienes. Sin embargo, nuestra mirada menos ingenua percibe hoy  las luces y  las sombras de  la empresa científica. El siglo XX es un claro ejemplo: pocas veces se ha dado en la historia una alianza tan estrecha entre la civilización y la barbarie, entre las cimas más elevadas de progreso y los abismos más profundos de vileza.

Es verdad que la ciencia ha renunciado al monopolio  del conocimiento válido o incluso a la simple hegemonía que reivindicó durante los siglos ilustrados, y hoy convive mal que bien con la pluralidad de discursos y puntos de vista que caracteriza la postmodernidad. Ya no aspira a ocupar el puesto de Dios, pero eso tampoco parece preocuparle en exceso, pues antes se ha encargado de erosionar la vigencia de la religión, que ahora quedaría, en todo caso, relegada al ámbito de lo privado, dado que todavía parecen existir individuos que dicen sentir necesidades religiosas. Hay que renunciar a la aspiración de ser la guía que oriente la vida de los hombres, ya que las circunstancias inexorables obligan a aceptar el fracaso de esa misión que la ciencia se había autoencomendado. Pero esto no significa que nos encontremos abatidos y con las manos vacías: hay sucedáneos a los que aferrarse, como  por ejemplo el poder y el dinero.

Si la ciencia moderna se concibe a sí misma como un poder, llamado a controlar en primera instancia el mundo físico y, a continuación, el mundo social, no tiene nada de extraño que haya buscado el acercamiento a la política, pues las dos partes salen ganando en este maridaje.

Los políticos buscan encantados la asistencia de los expertos, por diversas razones. De una parte, hay que reconocer que el gobierno de sociedades complejas en un mundo cada vez más globalizado apenas sería  posible sin el concurso de expertos en los más variados campos. Buena parte de la acción de gobierno tiene un componente técnico que exige  personas cualificadas para resolver los problemas planteados. Pero a la vez, invocar la complejidad de los asuntos y remitir a los dictámenes de los expertos resulta una manera muy apropiada de eludir la propia responsabilidad y trasladarla a otros cuando resulta necesario adoptar medidas impopulares. Los supuestos imperativos objetivos esconden con mucha frecuencia la simple desidia o la incapacidad de los políticos. A estas alturas también hemos desechado el ideal tecnocrático, que pareció seducir  a científicos sociales y políticos hasta mediados de los años 70, y somos bien conscientes de que la planificación es imposible y de que   el gobierno no se convertirá en un plazo breve en una técnica infalible (4). En este panorama, con frecuencia imprevisible, conviene estar rodeado de expertos a los que culpar de los propios errores, supuesto -claro está- que se consiga convencer a los votantes.

Los expertos, por su parte, obtienen evidentes ventajas de su cercanía al gobierno. Aunque el hombre de ciencia declara oficialmente consagrar todos sus esfuerzos al incremento del saber, la tentación fáustica siempre está ahí, acechando cualquier momento de debilidad.

Durante algún tiempo los científicos procuraron tranquilizar su conciencia invocando el carácter aséptico de sus descubrimientos. Ellos no serían responsables, decían, del uso que se hiciera de sus hallazgos. Pero esta distinción, que tal vez se pueda mantener en la teoría, se vio desmentida muchas veces  por la práctica. Edward Teller, por ejemplo, no se limitó a poner a punto la bomba de hidrógeno, sino que formó parte -y no consta que lo hiciera coaccionado- del llamado Target-Committee, integrado por políticos, militares y científicos y constituido para elegir las ciudades enemigas que entrarían en consideración como posibles blancos para el lanzamiento de la bomba. No sorprende, por tanto, que en los años posteriores y hasta el día de hoy,  a sus 91 años, siga defendiendo el “deber moral de fabricar bombas”, a la vez que reconoce que muchas veces ha actuado como un político. Su lema es bien sencillo: -Hacer lo que se puede hacer y acabar lo que se ha comenzado. No se puede escapar al imperativo de saber y de aplicar técnicamente lo sabido. Y si no lo hace uno, lo harán los demás, por lo que conviene darse prisa para ser los primeros y controlar la situación dentro de lo posible (como es conocido, los otros son siempre gente sin escrúpulos, bárbaros irresponsables). El desarrollo científico y tecnológico se convierte en una especie de destino inexorable, que se impone al hombre al margen de lo que éste quiera. Todavía hace apenas unos meses declaraba en una entrevista a propósito del veto a los ensayos nucleares: “El espíritu de acabar con los ensayos es el espíritu de la ignorancia; estoy contento de haberlo violado. Creo que no lo violamos lo suficiente” (5). En continuidad con esta actitud, el presidente Truman casi parecía un hombre de ciencia cuando declaraba después del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima que lo habían hecho porque la tenían y había que utilizarla.

Para que no se me reproche que me baso en una coyuntura tan particular como la de la guerra mundial y la guerra fría que le siguió, cedo la palabra a Philippe Kourilsky, director de investigación en el CNRS y director  del laboratorio de biología molecular y genética en el Instituto Pasteur de París: “Realmente estamos condenados a saber, a incrementar más y más nuestros conocimientos, de forma que no nos queda más elección que tratar con el máximo cuidado posible las cosas que vamos descubriendo” (6). Kourilsky también profesa el credo específico de la comunidad científica: la ciencia no es mala en sí misma; en todo caso, puede ser reprobable el uso que se haga de ella. “Se trata de la libertad de la ciencia y de nada más. Nuestro cometido es hacer un trabajo de pioneros. Que la humanidad acierte o no a recorrer el camino que le abrimos es cosa suya, no nuestra”, declara sin ambages uno de los físicos de la pieza teatral de Dürrenmatt (7).

Es comprensible que los que saben, al menos sobre el papel, aspiren con todas sus fuerzas a poder llevar un día a la práctica sus diseños ideales. Podemos incluso aceptar que les mueve únicamente el deseo de hacer feliz a la humanidad.  En la práctica, da lo mismo: el sufrido ciudadano de a pie pagará por igual un precio muy elevado. Parece que después de 1989  la construcción violenta de la utopía se ha desvanecido un tanto del horizonte de nuestros intelectuales -no obstante,  todavía quedan algunas voces residuales que insisten en que la idea sigue siendo válida, aunque hayan fallado los intentos de llevarla a la práctica-, y se reconoce con fuerza creciente que la democracia es la mejor manera de acercarse a esos ideales de justicia, paz  y libertad, pero habrá que esperar un poco antes de considerar esa especie de experimento social como algo superado por completo. No parece que nuestra capacidad de aprender de los errores pasados se haya agudizado en los tiempos actuales.

La alianza entre política y ciencia, que tan beneficiosa muestra ser para ambas partes, se tornaría inoperante si faltara dinero, imprescindible en nuestros días para hacer cualquier cosa. Surge así  pujante el complejo científico-tecnológico, político e industrial. Todos parecen ganar en esta ampliación de la inicial alianza entre dos. Aunque de modo ocasional cada actor de este juego se queje de las trabas que le ponen los otros: la economía denunciará las insuficiencias del marco jurídico que le ofrece la política; la ciencia se quejará de la escasez de recursos económicos y de la ausencia de políticas impulsoras de la investigación, etcétera,  al final se logra un entendimiento aceptable, pues hay en juego fabulosos negocios, mucho dinero,  poder y la influencia a los que ya me he referido.

Posiblemente al día de hoy nada ejemplifica mejor esta tendencia que lo que ocurre  alrededor de la genética. En el momento en que trascienden a la opinión pública descubrimientos susceptibles tanto de aplicaciones beneficiosas como de usos perjudiciales, las reacciones  suelen seguir una pauta ya muchas veces reiterada: rechazo horrorizado; rechazo sin horror -los ánimos se han tranquilizado un tanto después del susto inicial-; incipiente curiosidad; cuidadoso examen de la cuestión; aceptación para casos excepcionales, claramente tipificados por las leyes; aceptación de hecho tras el incumplimiento cada vez más frecuente de esas leyes; difusión generalizada. Como el moderno es de talante sistemático y no soporta la incoherencia, al final hay que modificar leyes, reglamentos y códigos deontológicos para adaptarlos a la nueva realidad. La curiosidad del hombre es ilimitada, casi tanto como su capacidad para acostumbrarse a cualquier situación, lo que basta para explicar esa dinámica imparable. Si además está  por medio la posibilidad de hacer negocio, la suerte está echada. Quien intente oponerse a la generalización de esas prácticas se verá atropellado sin remedio por la fuerza de los hechos, y  cuando los abusos se generalicen  o alcancen dimensiones clamorosas, siempre se podrán  crear comités de ética para que formulen recomendaciones destinadas a paliar los daños producidos. De esta forma, el negocio no se interrumpe y queda más o menos salvada la buena conciencia.

La clonación ofrece en estos momentos una ocasión privilegiada para confirmar este diagnóstico (8). Una empresa denominada Clonaid, radicada en las Bahamas, ofrece a través de Internet la posibilidad de clonar a clientes solventes -con el dinero no se juega- por 200.000 dólares. Puede ser legítimo dudar de la seriedad de esta oferta, por lo que vamos a dirigir la mirada a un conspicuo representante del establishment científico: Lee M. Silver, biólogo molecular de la Universidad de Princeton y autor del libro El paraíso clonado. No me considero competente para analizar o discutir lo que de biología hay en su trabajo, pero cualquiera entiende las consideraciones mercantiles -lo cortés no quita lo valiente- que nos ofrece el mismo Silver. En julio de 1998 declaraba:  “Hay un inversor privado que ha puesto a disposición tres  millones de dólares para clonar un perro. En Japón acaban de nacer dos terneros clonados y otro grupo de investigadores en Oregón intenta hacer lo mismo con un mono. Es obvio que clonar monos sólo tiene sentido si se quiere aplicar ese procedimiento al hombre. Se invierte porque se puede ganar mucho dinero. Pienso que la clonación de hombres se convertirá en un gran negocio” (9).

Silver no habla a la ligera, pues ha hecho sus cuentas -que son de lo más sencillas, dicho sea de paso-. En efecto, calcula que en Estados Unidos hay tres  millones de matrimonios estériles. Con que sólo un 0,5 % de esos seis millones de personas quisiera descendencia mediante la clonación, habría ya treinta mil interesados. Pero incluso aunque no fueran más que diez mil   se podría hacer un buen negocio. Silver, que  tiene una visión amplia,  ha advertido enseguida que su mercado potencial no se limita a los matrimonios estériles. Las parejas de homosexuales, por ejemplo, podrán tener así hijos propios, lo que contribuirá, según sus estimaciones, a facilitar la aceptación social de estos procedimientos. Los estadounidenses estarán, sin duda, dispuestos a pagar para que se les apliquen las modernas técnicas reproductoras, lo que lleva a Silver a pronosticar que Estados Unidos será el primer país donde se clonarán seres humanos.

Es posible que esta previsión valga para la explotación comercial del asunto, porque en cierto sentido ya se les ha adelantado alguien, en este caso de Corea del Sur: el doctor Lee Bo-Yon y su equipo de la Universidad Nacional de Seúl han logrado producir un clon humano según la técnica con la que se obtuvo la oveja Dolly, aunque lo dejaron morir al cabo de pocas horas por escrúpulos morales (10).

Estos desarrollos no consiguen eliminar un inequívoco tufillo eugenésico, y en Europa estamos ya un tanto curados de espanto después  de las traumáticas experiencias del régimen nazi, lo que ha dificultado hasta el momento su aceptación social.

Pero los intereses que hay en juego son muy poderosos, y los recursos de que disponen para influir en la opinión pública a su favor son abundantes, a lo que se suma el debilitamiento del  recuerdo que trae consigo el paso del tiempo, por lo que la invocación de los horrores del nazismo no conservará su eficacia disuasoria por tiempo indefinido.

Lo sucedido recientemente en Inglaterra ilustra de modo inquietante esta dinámica. El Reino Unido ofrece hoy el marco jurídico más permisivo para las prácticas, tanto científicas como industriales, relativas a la reproducción y la genética, pero esto no siempre ha sido así. El Human Fertilization Act británico sigue en lo esencial las recomendaciones del informe Warnock acerca de la investigación en embriones y la medicina reproductiva, elaborado en 1982 por encargo del gobierno Thatcher. La mayoría del Parlamento y de la población se mostró entonces contraria a esas recomendaciones tan ‘liberales’, pero los científicos implicados supieron emplearse a fondo en una eficaz campaña de sensibilización de la opinión pública, y pronto se consiguió invertir el sentir popular. Se hizo ver a la gente que las posibles consecuencias positivas de la investigación en embriones no deberían ser sacrificadas por reservas éticas, sobre cuyo contenido no existía además ningún consenso. Para tranquilizar las conciencias escrupulosas y asegurar que todo discurriría dentro de los cauces marcados por la ley, se creó un organismo  de control, la Human Fertilization and Embriology Authority (HFEA), que se encargaría  además de velar por la observancia de las necesarias pautas éticas (sobre las que ya habíamos quedado en que no era fácil alcanzar un mínimo consenso…).

Es claro que, a pesar del desencanto que he intentado reseñar en estas páginas y de la conciencia cada vez más generalizada del carácter ambivalente del progreso científico y tecnológico, el ascendiente de los científicos sobre el conjunto de la población sigue siendo muy considerable. Un halo de respetabilidad envuelve todavía casi todo lo que se elabora bajo la rúbrica de ‘científico’. Tal vez nada ilustra mejor que los experimentos de Milgram las aberraciones a que pueden ser movidas personas honorables si se les hace ver que la ciencia parece justificarlas. No tiene así nada de extraño que en nombre del saber puedan cometerse los crímenes más horribles.

En la presentación de esta mesa redonda se nos invitaba a pensar en la gente corriente, en los usuarios y destinatarios, en los beneficiados y perjudicados por el quehacer de los científicos. Considero urgente hacer ver a la generalidad de la población que los científicos son personas como las demás, con grandezas y miserias, y no semidioses incorruptibles y altruistas. La ciencia es, sin duda, una aventura apasionante y ámbito privilegiado para la manifestación de la excelencia  y la dignidad humanas, pero también un turbio negocio donde se trafica con vidas humanas al servicio de dudosos intereses políticos y económicos. Hemos visto ya de todo y estamos bien escarmentados, por lo que debería acabar la época de los cheques en blanco.

Tal como corresponde a los modos de hacer propios de un régimen democrático, la ciencia tendría que acostumbrarse a rendir cuentas a esa sociedad a la que dice servir. La transparencia, el debate público acerca de los fines y medios, el establecimiento de prioridades en diálogo con todos los implicados, son  prácticas que no tienen por qué disminuir la calidad de las actuales y futuras investigaciones. Y para los especialistas no debería resultar humillante someterse a lo que dicte el buen sentido de los ciudadanos y sus representantes. Hay mucho en juego y los expertos no han mostrado hasta el momento mayor capacidad de discernimiento que el común de los mortales.

Es claro que el juicio acerca del sentido de la actividad científica y del papel que deba corresponder a la ciencia en la vida de las personas y de las sociedades no es científico a su vez, sino que  trasciende el ámbito de la ciencia: en este punto cualquiera puede invocar una autoridad no menor que la de los propios investigadores. Estos, además, tenderán a incurrir con más facilidad en la parcialidad del que actúa como juez en cosa propia. No se trata de poner en marcha una especie de cruzada fundamentalista o retrógrada y propugnar la vuelta a las cavernas -soy el primero en disfrutar agradecido de los beneficios de todo tipo que pone a nuestra disposición el avance científico-, sino de llamar la atención acerca de algunas sombras que no pocas veces empañan una tarea que, hasta hace poco, despertaba un respeto y una veneración casi religiosos.

En definitiva, considero que ha llegado la hora de decir en voz alta que ese rey, supuestamente vestido con los deslumbrantes ropajes de la sabiduría y el progreso, en realidad está medio desnudo.

Notas

1) La inspiración del contenido de estas  páginas debe mucho a la sociología de Max Weber y a la de uno de sus principales comentadores, Friedrich Tenbruck. Cfr. M. Weber, Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen  71998. F. Tenbruck, Die kulturellen Grundlagen der Gesellschaft, Westdeutscher Verlag, Opladen 1989.

2) Como es obvio, aquí no se habla más que de uno de los efectos o consecuencias del hecho religioso, es decir, de alguna de sus repercusiones en la vida social. En rigor, lo propio y decisivo de la religión cristiana radica en su dimensión trascendente, de relación con Dios, que no es en sí misma objeto de estudio para el sociólogo.

3) Max Born, Physics in my Generation, Oxford-New York-Toronto 1956. Citado en F. Tenbruck, Perspektiven der Kultursoziologie, Westdeutscher Verlag, Opladen 1996, p. 177.

4) Se cuenta que Georges Pompidou, jefe del Gobierno francés, declaró justo después de las agitaciones de mayo del 68 que en esta vida había tres maneras seguras de ir a la ruina: Las mujeres, el juego y el consejo de los expertos. Sus motivos tendría…

5) Investigación y Ciencia (279), diciembre 1999, p. 32.

6) Frankfurter Allgemeine Zeitung, 21.XI.1989, p. 9.

7) F. Dürrenmatt, Die Physiker, Gesammelte Werke, Stücke 2, Zürich 1996, p. 192.

8) Se trata de un caso representativo, pero no del único. Se podría hablar en términos muy similares, por ejemplo, de la investigación sobre el genoma humano, con su característica mezcla de intereses científicos, políticos y económicos.

9) Frankfurter Allgemeine Zeitung, 20.X.1999, p. 54.

10) Bild, 18.XII.1998, pp. 1 y 10.

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