Revista Mad. No.6. Mayo 2002. Departamento de Antropología. Universidad de Chile
http://www.facso.uchile.cl/publicaciones/mad/06/paper04.htm

La Antropología frente al Desafío Ambiental

Javier Taks. PhD en Social Anthropology (Universidad de Manchester). Actualmente es docente del Departamento de Antropología Social y Cultural, Universidad de la República, y del Centro Regional de Profesores de la Región Centro, CODICEN, Uruguay.

Guillermo Foladori. Mtro. en Antropología social (UNAM). Profesor del Doutorado em Meio Ambiente e Desenvolvimento, UFPR, Brasil.

Resumen

El presente trabajo expone los alcances y aportes de la teoría antropológica para tratar el tema medioambiental. Se presentan posturas críticas, teóricas y metodológicas, y una propuesta de los autores para el tema.

Palabras clave: Teorías antropológicas/ Medioambiente/ Riesgo/ Metodología/ Ecología

Introducción

Desde mediados de los 80s, el mundo académico percibió que la llamada crisis ecológica estaba produciendo no sólo una nueva señal de alarma sobre el desarrollo humano, sino que se convertiría en una de las mayores influencias para el surgimiento de nuevas preguntas, conceptos y categorías de análisis en el campo tanto de las ciencias naturales como de las ciencias sociales. A principios del siglo XXI la relación entre sociedad y medio ambiente se ha convertido en una de las principales preocupaciones en la producción de conocimiento y en las políticas públicas. La antropología no ha quedado ajena a ello, tal como se expresa en las revistas especializadas y en la conformación de grupos de investigación que pretenden no sólo el avance del conocimiento, sino influir directamente en los decisores de políticas y, también, en las organizaciones de la sociedad civil. Esto no debe sorprender, ya que en la antropología pueden reconocerse antecedentes empíricos y metodológicos que la ubican entre las ciencias más permeables a entender la cuestión ambiental, tanto de forma holista como interdisciplinaria. No debe olvidarse que la antropología nació haciéndose preguntas sobre la transformación antrópica del entorno por las diferentes sociedades, la continuidad y diferencia de la humanidad con respecto a otras especies vivas, y el lugar de la conciencia en la evolución social. Además, nació al servicio del administrador colonial para la mejor aplicación de políticas de control y de cambio social (Kuper, 1973).

En este artículo pretendemos mostrar dos áreas donde la antropología puede ofrecer un aporte importante para el entendimiento de la problemática ambiental y a sus políticas. La primera, y cada vez más reconocida, es la informativa, donde la antropología tiene el papel desmitificador de una serie de ideas comunes y/o románticas sobre la relación de las sociedades pre-capitalistas con el medio ambiente externo. La segunda es más importante ya que se refiere a una cuestión metodológica, que tiene que ver con cómo abordar los problemas ambientales para caminar hacia una sociedad más sustentable.

Antes de entrar en esos temas, que son los centrales de este artículo, es imprescindible detenernos en una de las discusiones, al interior de la antropología, que mayores controversias desata entre sus representantes: el objeto de estudio.

La antropología: del holismo al simbolismo

Desde su origen, como disciplina académica, la antropología estudió la “totalidad” del comportamiento humano. Eso significó los aspectos económicos y materiales, la organización política y la comunicación simbólica (representaciones cotidianas, cosmovisiones, etc.). Mucho antes de oír hablar del enfoque sistémico, evolucionistas como Taylor en Inglaterra o como Morgan en los Estados Unidos, —fundadores de la antropología en el siglo XIX— se preocupaban por la relación y sinergia de los distintos aspectos que hacen a la vida en sociedad. Las sucesivas escuelas del pensamiento antropológico, tanto la difusionista, como la funcionalista o la estructuralista no escaparon a este interés por el análisis de la totalidad social. No obstante, durante las últimas tres décadas del siglo XX, hubo un viraje, con el surgimiento de corrientes dentro de la antropología social reivindicando como objeto de estudio lo simbólico de manera prácticamente exclusiva; como la etnometodología (Garfinkel, 1967), el interpretacionismo simbólico (Geertz, 1973) y el culturalismo (Salhins, 1976), por citar las corrientes más representativas. Una auto-restricción sin justificativa alguna, ya que lo simbólico siempre fue objeto de estudio de la antropología. Ello tiene su explicación en el contexto externo a la propia disciplina y en las debilidades internas. La penetración del sistema capitalista, hasta el último rincón del planeta, hacía inviable estudiar la economía de los pueblos sin considerar su integración a las leyes del mercado, esfera del conocimiento para la cual los antropólogos no estaban preparados. La desaparición creciente de sociedades “primitivas”, “indígenas”, dejaba sin objeto de estudio a los antropólogos. La reacción fue lamentable: el refugio a una esfera del comportamiento humano —lo simbólico— con el cual, en principio, las otras ciencias sociales no competirían (1). Como dice Milton:

The term “culture” came to be reserved for the category of phenomena assumed to exist in people’s mind […] There is a confusing range of terms used to gloss this category of phenomena, including “ideas”, “knowledge” and “folk models” (Milton, 1996:18).

¿Qué le queda, entonces, a esa antropología simbólica o de las ideas para decir sobre, por ejemplo, la problemática ambiental? Milton (1996:214-8) divide el aporte de la antropología en dos sentidos: los estudios de ecología humana y el tratamiento del discurso ambientalista contemporáneo como fenómeno cultural globalizado. Respecto a este último aporte, la idea principal es que la antropología debe y puede estudiar los principios teóricos y propuestas de acción práctica del movimiento ambientalista internacional como reflejo del modelo cultural occidental y la tendencia secular a su expansión mundial. Es decir, que no es un discurso ideológicamente neutral sino que responde a la ubicación social de sus voceros y su impronta primer mundista dominante. En otras palabras, la antropología dice que el discurso ambientalista es a la cultura occidental lo que las cosmovisiones nativas de la relación naturaleza-cultura son a los patrones conductuales de las culturales no occidentales (2). En cuanto al primer sentido, la tarea de desarrollar una verdadera ecología humana, el aporte —de los antropólogos— estaría en analizar la mediación cultural en la transformación antrópica del entorno y definir, entre las mediaciones disponibles, aquellas que permitan una relación más sustentable con la naturaleza.

By analyzing the relationship between people’s cultures (their ways of perceiving and interpreting the world) and the ecological impacts of their activities, we might be able to understand which cultures, and which cultural features, are ecologically sustainable, and which are not (Milton, 1996:66).

En otro escrito, Milton (1997) explica: un antropólogo podría responder negativamente a la posibilidad de modificar la forma de producción entre los Tsembaga Maring de Nueva Guinea, sin considerar el valor ritual y la función ecológica equilibradora de los cerdos, sistema eco-cultural hecho famoso por Roy Rappaport en los 60’s (Rappaport, 1969) (3). Otro ejemplo de la misma autora es el papel del transporte privado en los Estados Unidos de Norteamérica como símbolo de estatus social, y las dificultades que este valor cultural podría crear para una política de limitación de su uso por las emisiones de CO2. Ella argumenta que las políticas deberían considerar otros factores, además de una evaluación técnica sobre su contribución a la contaminación atmosférica.

Ingold (2000a) considera negativo para el desarrollo de la  antropología esa restricción en su objeto de estudio, lo que comprometería la fructífera posibilidad de repensar las relaciones entre naturaleza y sociedad de forma no dualista. Según este autor, hoy día es bastante común incluir un antropólogo social en los equipos multidisciplinarios sobre estudios ambientales, para cubrir la “dimensión humana”. Sin embargo el sesgo unilateral de las ciencias naturales involucradas ha sido otra presión para deja un lugar marginal a la antropología en la división del conocimiento:

While scientists get on with the job of uncovering an objective reality “out there”, the anthropologist is expected to be content with discovering the principles of its cultural construction “inside people’s heads”, supposedly on the basis of received attitudes and beliefs of questionable rationality rather than through empirical observation and rational analysis (Ingold, 2000a:222)

Afortunadamente para la tradición antropológica ese viraje a lo simbólico sólo responde a algunas corrientes y/o representantes de la antropología social; y la antropología tiene mucho más a ofrecer sin perder —por el contrario, gracias a— su tradición holista. Hoy en día, con el reconocimiento explícito de la necesidad de los abordajes interdisciplinarios, la antropología vuelve a recuperar la visión holística, totalizadora, en colaboración con otras disciplinas sociales y naturales (e.g. Croll y Parkin 1992). En lo que sigue, pretendemos mostrar la trascendencia de esa antropología, de metodología holista, para el análisis de la cuestión ambiental.

El papel desmitificador de la antropología

El carácter complejo, global e interdisciplinario ha generado un abanico de posiciones sobre la problemática ambiental que no siempre se corresponde con las expectativas políticas esperadas. Así, hay grupos de izquierda y de derecha que defienden el control de la natalidad como fundamental para el equilibrio medioambiental; al mismo tiempo hay grupos de derecha, pero también de izquierda, que niegan el argumento de que la sociedad humana deba regirse por criterios derivados de la ecología (Foladori, 2001). Pero, no obstante el amplio espectro de posiciones, aún persiste una serie de argumentos con un fuerte contenido mítico y fundamentalista. La antropología tiene un papel importante como desmitificador de muchos de estos argumentos.

a) Las sociedades “primitivas” establecían una relación “armónica con la naturaleza”. Hoy en día ya es reconocida la participación de los hombres y mujeres que cruzaron el puente de Beringia desde el noreste asiático hasta Alaska hace unos 12 000 años a.C., en la desaparición de gran cantidad de animales, en su trayecto de expansión hacia el sur. La conocida hipótesis de Martin (Crosby, 1988; Leacky y Lewin, 1998) ha sido una de las pruebas más contundentes de los efectos que pueden provocar sociedades con tecnologías “simples” sobre el medio ambiente en el largo plazo.

Junto a la hipótesis de Martin sobre la incidencia de la acción de los cazadores de América en la extinción de la megafauna, que se repite con sus particulares en Australia, también los recientes descubrimientos de la arqueología sobre la experiencia colonizadora de las islas del Pacífico Occidental por poblaciones de agricultores de origen polinesio hace unos 1 000 años, ha socavado nuestra imagen del “buen salvaje” promovida por el ambientalismo romántico. Leacky y Lewin (1998) mencionan los estudios en Nueva Zelandia y Hawai donde se verifica la extinción de cientos de especies de aves no voladoras en un tiempo no mayor a los cinco siglos. Las causas señaladas, no difieren cualitativamente a lo que sucede hoy día: fragmentación de hábitats por tala de bosques, caza indiscriminada y, no menos importante, la introducción de especies exóticas de animales predadores, principalmente ratas. Y concluyen:

No hacen falta máquinas de deforestación masiva para ocasionar grandes daños ambientales. Las sociedades con tecnología primitiva han establecido en el pasado reciente una marca insuperada en este sentido, ya que desencadenaron lo que en palabras de Storrs Olson fue “una de las más rápidas y graves catástrofes biológicas de la historia de la Tierra” (Leacky y Lewin, 1998:192).

En la discusión sobre el tipo de relaciones y actitudes de las sociedades no occidentales hacia el medio ambiente, además del estudio de las transformaciones materiales, la antropología ecológica reciente se ha detenido con entusiasmo en el análisis de cuál es la concepción de naturaleza de estos pueblos. Desde una visión etnocéntrica, que veía a la naturaleza como la entidad objetivamente descripta según la ciencias naturales, y a la cual cada pueblo le asignaba significados culturales diversos según un cierto modelo mental intra o supraorgánico, se ha pasado a una actitud por lo menos cuidadosa en el tratamiento del dualismo naturaleza-cultura de origen cartesiano (Ellen, 1996), o inclusive a intentar su total disolución (Ingold, 2000b). El foco de atención está centrado en el análisis de las interrelaciones y mediaciones entre las prácticas sociales materiales y la construcción ideológica. Si bien las conclusiones aún son provisorias, hay un consenso de que las ideologías organicistas propias de los grupos cazadores-recolectores no necesariamente se correlacionan con formas que permitan la reproducción de la naturaleza a largo plazo (Escobar, 1999; Headland, 1997). Por otro lado, como señala Milton, hay sociedades no industriales estudiadas por los antropólogos, caso de los Nayaka de la India, que no reconocen la responsabilidad humana en la protección del ambiente, pues eso los llevaría a modificar sus ideas de que en realidad es la “naturaleza” quien cuida de ellos (Milton, 1996:133).

La emergencia y reproducción en nuestros días del mito de la “sabiduría ambiental primitiva” (Milton, 1996:222) tiene varias causas. Primero, una falsa identificación de prácticas económicas y rituales de bajo impacto ambiental entre algunos grupos de cazadores-recolectores o cultivadores tropicales de roza, con un conocimiento del ambiente cercano a los modelos teóricos de la ciencia ecológica. Se trata de un argumento infundado para justificar las modernas propuestas conservacionistas de gestión ambiental. Segundo, la crítica al industrialismo como la causa última de la crisis ambiental necesita de una alternativa, que conjugue satisfacción de las necesidades básicas sin complejos sistemas tecnológicos y sin usar fuentes energéticas no renovables, o sea, las sociedades “primitivas”. Finalmente, los propios “nativos” han visto en la generación de su propia imagen como “amigos de la tierra” una herramienta política y económica para obtener el apoyo y financiamiento de grupos ambientalistas de presión a nivel internacional, contra la marginación y opresión de los gobiernos y burocracias nacionales (Milton, 1997). Siendo así, conocer la realidad de los supuestos “guardianes” de la naturaleza deja a muchos bien intencionados grupos ambientalistas en la confusión o el rechazo irreflexivo de las evidencias. Hay que ser enfáticos en la ambigüedad de la práctica social humana. Como ejemplifica Ellen:

[T]he environmental spirituality of the Sioux went hand in hand with a rapaciously carnivorous diet, in much the same way as Hindu vegetarianism is found in a society with extreme poverty and environmental imbalance (Ellen, 1986:10).

Y concluye,

[N]o one human culture has the monopoly of environmental wisdom, and that it seems unlikely that we could ever escape some of the more profound dilemmas of human social life (Ellen, 1986:10).

No menos importante es el reconocimiento de que la propiedad colectiva de los recursos naturales no necesariamente lleva a una actitud negligente o depredadora sobre el medio ambiente, como la hipótesis de Hardin, “la tragedia de los espacios colectivos”, —un artículo publicado en la revista Science en 1968— daba a entender al crear una gran confusión conceptual  (Hardin, 1989). El argumento de Hardin es que nadie se preocupa por cuidar los espacios colectivos y, por lo tanto, son depredados. La consecuencia evidente es que extendiendo los derechos de propiedad privada sobre las áreas públicas o comunes se soluciona el problema. La confusión conceptual proviene de la visión ideológica de Hardin, para quien el sistema capitalista es el único existente y posible. Dentro de un sistema de propiedad privada, los espacios públicos o “colectivos” tienden a ser utilizados con fines privados, ya que esa es la lógica de las relaciones de producción dominantes. Pero, cuando estamos frente a recursos apropiados de forma colectiva por sociedades que no se rigen —por lo menos en ese ámbito— por relaciones de propiedad privada, el destino de los recursos no necesariamente es su degradación, como los estudios de Ostrom, (1990), o de Berkes y Folke (1998) demuestran. Pero, hoy en día, esta “rectificación” de una falacia del sentido común proveniente de la ideología neoliberal o socialdarwinista, ha llegado inclusive a documentos de las Naciones Unidas. Así, las políticas para combatir la pobreza y defender el medio ambiente simultáneamente, comienzan a señalar, desde mediados de la década del noventa del siglo XX, que existen ejemplos de sociedades agrícolas menos integradas al mercado que muestran un mayor equilibrio ambiental. Y que, como contraparte, la degradación podría venir con la integración al mercado (UNDP, 1999).

La antropología ecológica contemporánea plantea que las relaciones entre los hombres y el ambiente, tanto natural como social, han sido ambiguas, contradictorias. Más aún, la consideración de que los efectos pueden no percibirse hasta mucho tiempo después de iniciado el movimiento transformador, refuerza aún más la idea de que ninguna sociedad o grupo de personas actúa a partir de un modelo mental ecológico. Ingerson (1997:616) hace referencia a los efectos contrapuestos entre estudiantes de antropología, al enfrentarse a esta aseveración. Por un lado, la frustración de quienes tenían en el “mito” del buen salvaje una herramienta de esperanza frente a la degradación ecológica contemporánea. Por otro lado, la justificación de los efectos ambientales del capitalismo pues esta degradación sería en realidad un comportamiento cultural universal. Concluye que el mayor desafío para la antropología ecológica de corte histórico y comparativo es enseñar que “…una relación benigna de largo plazo entre los seres humanos y la naturaleza…puede no tener precedentes sin ser necesariamente imposible” (Ingerson (1997:616).

En este sentido, la desmitificación de la “sabiduría ecológica primitiva” no excluye que la antropología social no haya generado conocimiento valioso sobre “el alcance y estatus de los conocimientos y técnicas tradicionales de gestión de recursos” (Descola y Pálssons, 1996:12), rescatando así el conocimiento práctico de los distintos pueblos y la necesidad de la participación de las poblaciones locales en una nueva síntesis con la ciencia (Richards 1985; Toledo 1992).

b) La crisis ambiental es un resultado del grado de desarrollo técnico. Algunos de los movimientos ambientalistas contemporáneos, y muchos autores, centran su crítica en el desarrollo tecnológico e industrial como causa de la crisis ambiental. Su posición parte del supuesto de una evolución autónoma de las técnicas y tecnologías manejadas por la humanidad, que va de lo simple a lo complejo, de la mano con la alienación de los hombres respecto de los instrumentos de trabajo y su medio ambiente. Ya habíamos mencionado las evidencias que demuestran que las tecnologías simples no son garantía de armonía con la naturaleza externa, ni impedimento para la destrucción medioambiental. La antropología contemporánea, va aún más lejos, al cuestionar una supuesta autonomía de la tecnología, respecto de las relaciones sociales de producción, de las decisiones políticas y del papel del conocimiento. Los estudios más recientes defienden la intrincada relación entre relaciones de producción y tecnología, contra la visión, más vulgar aunque ampliamente extendida, de una evolución autónoma de la tecnología (Guyer, 1988; Pfaffenberger, 1988, 1992; Hornborg, 1992). Por ejemplo Guyer escribe,

Technologies are necessarily social and political in that they entail […] forms of organization and domination […] and are necessarily imbued with cultural meanings through symbolic associations. (Guyer, 1988:254).

En la misma línea de pensamiento dice Pfaffenberger,

Technology is essentially social, not technical. When one examines the ‘impact’ of a technology on society, therefore, one is obliged to examine the impact of the technology’s embedded social behaviours and meanings. (Pfaffenberger, 1988:241).

En un artículo reciente, el mismo autor desarrolla su argumento contra el determinismo tecnológico que permea lo que llama “la visión estándar de la tecnología” (Pfaffenberger, 1992:494). Uno de los falsos presupuestos mantenidos por esta visión estándar, dice Pfaffenberger, es la creencia de que la forma de describir el desarrollo de los medios materiales para la transformación de la naturaleza en la historia humana es presentando una “progresión unilineal desde instrumentos simples a máquinas complejas” (Pfaffenberger, 1992: 507). Concentrándose en el análisis de los “sistemas sociotecnológicos”, definidos como “vínculos heterogéneos complejos de conocimiento, ritual, artefactos, técnicas y actividades” orientados hacia la producción de objetos materiales, Pfaffenberger defiende la idea de que no hay una “ruptura” esencial entre los sistemas sociotecnológicos pre-industriales e industriales. En sus palabras:

According to the Standard view, tool use is authentic and fosters autonomy, one owns and control one’s own tools and isn’t dependent on or exploited by others. When we use machines, in contrast, we must work at rhythms not of our own making, and we become ensnared in the supralocal relations necessary for their production, distribution, and maintenance. To the extent that we become dependent on machines we do not own, the stage is set for exploitation. We become divorced from nature, and our conceptions of the world become pathological, through a process called reification (a malady frequently asserted to occur only in industrial societies)  (Pfaffenberger, 1992:509).

Este autor refuta la visión estándar afirmando,

Although one would be foolish to deny the significant consequences of the machine’s rise, preindustrial sociotechnical systems were themselves complex and exploitative […] A preindustrial sociotechnical system unifies material, ritual, and social resources in a comprehensive strategy for societal reproduction. In the course of participation in such a system, many if not most individuals find themselves playing dependent and exploited roles. By no means is reification restricted to industrial technology (Pfaffenberger, 1992:509).

Pfaffenberger no niega los efectos alienantes de las tecnologías industriales como son descriptas por la visión estándar, pero dice que la reificación no es exclusiva de las sociedades industriales, sino que los sistemas sociotecnológicos preindustriales podrían también producir alienación. Es decir, la fuente de la alienación no está en las técnicas sino en las relaciones sociales de producción (MacKenzie, 1984), por lo que tanto en el contexto industrial como pre-industrial, una evaluación de los impactos sociales, culturales y ambientales del cambio tecnológico reclama un estudio del contexto, en el cual las personas sean distinguidas en cuanto productores, apropiadores, y usufructuarios, más que exclusivamente como víctimas consumistas de la tecnología transferida.

Ingold (1986), refiriéndose a la apropiación del espacio en las sociedades de cazadores y recolectores, muestra cómo la forma de apropiación del espacio como naturaleza externa a la sociedad condiciona la forma de distribución de la producción. En muchas de esas sociedades, los individuos no son más que custodios de una “propiedad” colectiva (Ingold, 1986:224). Esta relación de apropiación colectiva del espacio por los cazadores y recolectores contrasta claramente con la relación de propiedad privada de la sociedad capitalista. Pero, interesa resaltar, que es el tipo de relación de producción lo que condiciona el uso de los recursos y, por extensión, la técnica utilizada. Un ejemplo hipotético podrá aclarar el argumento. Supongamos la caza de un animal por parte de un individuo perteneciente a una sociedad de cazadores y recolectores. Una vez capturado el animal, con técnicas de arco y flecha, debe ser distribuido entre la banda. Posiblemente el reparto del animal no sea arbitrario, sino obedezca a determinadas pautas culturales, tal cual lo señalan las más diversas etnografías. Ahora imaginemos la caza del mismo animal, realizada por un excéntrico rentista, que vive de jugar a la bolsa de Londres, pero que en sus ratos de ocio tiene como hobby la caza en sus propiedades, con un arco y flecha semejante al del cazador anterior. Su actividad también resulta exitosa, sólo que en este caso el animal a veces es guardado en el congelador, otras veces se da de comida a sus perros, y en otras oportunidades realiza fiestas entre amigos a quienes convida con esa carne salvaje. Vistas ambas cazas son similares en términos técnicos: un cazador, un mismo instrumento (arco y flecha) y un mismo resultado (v.g. jabalí). Resulta visiblemente diferente la distribución del producto. En un caso se reparte de acuerdo a reglas, en el otro el cazador hace lo que quiere. De las relaciones visibles no puede extraerse más nada. Pero existen relaciones invisibles, relaciones sociales, que condicionan la producción (en este caso la caza) y explican la distribución. En el primer caso, la naturaleza aparece como una extensión del cuerpo de la banda. Dentro de los límites en que se mueve, la naturaleza pertenece a la banda. Es una posesión —en términos modernos— virtual, pero garantiza que el jabalí pertenezca a la banda aún en estado libre. Cuando uno de sus integrantes lo caza debe, forzosamente, distribuir el producto entre sus poseedores. Por el contrario, el moderno yuppie caza en su coto privado, de manera que el jabalí le pertenece y hace con él lo que quiere.

Este ejemplo sencillo muestra que cualquier proceso de trabajo (la caza y la recolección también son formas de trabajo) está condicionado por una pre-distribución de los medios y objetos de trabajo. En nuestro ejemplo, la apropiación colectiva de la naturaleza por un lado, y la propiedad privada del suelo por otro. De manera que en cualquier momento una sociedad no sólo produce según el nivel de desarrollo tecnológico que heredó de las generaciones pasadas (y que eventualmente pudo mejorar), sino también según la forma de distribución de los medios y objetos de trabajo. Estas relaciones de producción condicionan y determinan a las relaciones técnicas haciendo que a veces, como en el ejemplo, una misma relación técnica esté comandada por diferentes relaciones sociales.

c) Los problemas ambientales son objetivos y deben ser asumidos científicamente. Desde la década del noventa del siglo XX ha habido un viraje significativo en la orientación de los problemas ambientales. Si, durante los sesenta, setenta y ochenta, los problemas ambientales eran visibles y puntuales, como la contaminación de un río, la erosión de un terreno, el ruido del tráfico de la ciudad, el smog, y otros, a partir de la década del noventa el cambio climático se ha convertido en el común denominador de todos los problemas ambientales. Es colocado como el principal responsable de la crisis ambiental y, de una u otra forma, como el común denominador del cual todos los demás problemas son subsidiarios. Eso ha creado una gran elitización y tecnificación del problema ambiental. Nadie puede ver el calentamiento global, y nadie, ni siquiera los científicos pueden argumentar a ciencia cierta que lo que en los medios de comunicación aparece como sus manifestaciones (tormentas, inundaciones, etc.); sean  efectivamente resultados antrópicos. Por lo demás, que aumente la temperatura media no significa que exista algún lugar en el mundo donde la temperatura media se de (Sarewitaz y Pielke, 2002). A esa “invisibilidad” e “incerteza” sobre el problema se le agrega el hecho de que pasó a ser una cuestión de especialistas, y de muy pocos, ya que los equipamientos requeridos para analizar cuestiones tan complejas como el clima, están confinados a pocos laboratorios. Así, el movimiento ambientalista se ha visto consciente o inconscientemente incorporado a una dinámica que escapa a sus posibilidades. Quienes determinan el grado, amplitud y efectos de la problemática ambiental pasaron a ser los científicos. El pueblo ha quedado relegado a tener que asumir una bandera que ni siquiera sabe si es la suya, a juzgar por los intereses económicos y militares involucrados en los estudios sobre el cambio climático (Lenoir, 1995).

La antropología comparativa alerta que siempre hubo formas institucionalizadas de una apropiación elitista del conocimiento sobre la naturaleza externa. Los magos o chamanes en las sociedades de cazadores, los gobernantes y sacerdotes en las sociedades agrícolas tributarias, o la Iglesia Católica en la sociedad feudal se atribuyeron el saber ambiental de su época, y, en general, lograron objetivarlo separándolo del saber cotidiano. Más aún, la forma de concebir la naturaleza, y los problemas que la naturaleza depara, no pueden separarse de los agentes que crean esa conciencia, que definitivamente no es la “sociedad” a secas, sino grupos o estratos particulares. Esto es particularmente claro cuando nos enfrentamos a la cuestión ambiental contemporánea, donde el tema del “cambio climático”, fue prácticamente “creado” por la ciencia a fines de los años ochenta, cuando se comienza a conectar las emisiones de gases de efecto invernadero con el calentamiento global y con las consecuencias puntuales en tormentas, inundaciones, aumento del nivel del mar y otras. Y, no solamente el tema, sino el enfoque dado a la naturaleza es discutible. En las visiones dominantes, naturaleza es lo externo al ser humano. Este concepto de naturaleza que excluye a las relaciones entre los seres humanos, hace aparecer los problemas ambientales como comunes a la especie humana como un todo, sin considerar que las propias relaciones y contradicciones al interior de la sociedad humana son también relaciones naturales.

En este sentido, la definición de qué es naturaleza, delimitación básica para la acción técnica sobre el ambiente, depende de los conflictos sociales y de quién tiene el poder ideológico. Dice Ellen al respecto,

We need to examine the extent to which official definitions of nature simply legitimate those of the morally and politically powerful and the degree to which they combine the definitions of different constituencies. We need to ask how particular definitions of nature serve the interests of particular groups, whether these be the conservation lobby, the Roman Catholic Church, or indigenous peoples who see advantages in reinventing a particular tradition of nature—the ecological Eden model (Ellen 1996:28).

Ha crecido la idea de que la antropología puede aportar a una revalorización del conocimiento tradicional, contra una visión cientificista que se ha aliado definitivamente a los grupos más poderosos de la sociedad contemporánea. Incluso, como denuncia Ingold (2000a), la antropología debería ayudar a romper, con su crítica epistemológica, los argumentos tecnicistas. En sus palabras:

There was a time when scientists were less arrogant, and thought is natural that they should learn from local practitioners, but this humility has long since disappeared as science has allowed itself to become, to an ever increasing extent, the handmaiden of the state and corporate power. The ultimate objective of environmental research in social anthropology must surely be to destabilize this hierarchy of power and control. The resources that the anthropologist should bring to the project are not so much technical and methodological as political and epistemological (Ingold 2000a:222).

Pero esta crítica no puede caer en un infantil ataque a la “razón” y a la “ciencia”, sino a reconocer distintas formas de hacer ciencia, y sus múltiples relaciones con los intereses económicos y políticos de los grupos involucrados en la problemática ambiental. Pálsson, antropólogo islandés, analiza en un reciente estudio los efectos del sistema de cuotas de pesca en Islandia. Dice que el sistema de cuotas individual y transferible (i.e. comercial) está basado en una racionalidad modernista, expresada en el idioma de la ciencia, que excluye las variables sociales de la gestión ambiental, homogeneiza conceptualmente el mar y las especies marinas, al tiempo que margina a las pequeñas empresas familiares pesqueras. Y, concluye:

The proper response to the modernist agenda is not romantic adherence to the past, the fetishing of “traditional knowledge”, but rather a management framework which is democratic enough to allow for a meaningful dialogue between experts and practitioners and flexible enough to allow for a realistic adaptation to the complexities and contingencies of the world--in sum a communitarian ethic of “muddling through”. Those who are directly involved in resource-use on a daily basis may, after all, have highly valuable information as to what goes on in the sea at any particular point in time. It is important to pay attention to the practical knowledge of skippers, allowing for contingency and extreme fluctuations in the ecosystem (Pálsson, 1999/sp)

Pero advierte que cuando hablamos de conocimiento práctico o conocimiento local, no debemos asumir una forma de aprehender el mundo igual al que practica la academia, sino un tipo de conocimiento anclado en situaciones concretas, flexible y cambiante, complementario al conocimiento descontextualizado y abstracto del proyecto científico. En sus palabras,

[In]digenous knowledge is sometimes presented as a marketable commodity--a thing-like “cultural capital”. Much of the practitioner’s knowledge is tacit—dispositions inscribed in the body in the process of direct engagement with everyday tasks. A thorough discussion of what constitutes tacit knowledge and how it is acquired and used seems essential for both re-negotiating the hegemony of scientific expertise and rethinking the relationships between humans and their environment. In this process, anthropologists can have a crucial role to play, given their ethnographic method and their routine immersion into the reality of the practitioners (Pálsson, 1999/sp)

A diferencia de los planteos de la antropología simbólica vemos aquí a la antropología revalorizando el conocimiento tradicional, pero no sólo en base a lo que los grupos humanos “piensan” acerca del entorno natural y social, sino principalmente, qué “hacen” en él. Más que encuestas de opinión, observación participante y análisis del discurso.

El aporte metodológico

El segundo aporte es de carácter metodológico y, para explicarlo, es necesario volver a algunas de las controversias al interior de las propias ciencias antropológicas. Además de la actual auto-restricción al simbolismo, por parte de algunas escuelas de la antropología social, la antropología acarrea otro pecado aún más antiguo, del cual sólo recientemente se está liberando: el del relativismo cultural.

El relativismo cultural, como corriente teórica y método de análisis de las sociedades de pequeña escala, se volvió dominante a partir del desarrollo de la escuela Boasiana en la segunda década del siglo XX. Entre otros aspectos, Boas remarcaba la necesidad de estudiar cada cultura en sí misma, en su “particularismo histórico”, pero sin buscar leyes generales del desarrollo humano. Esta postura, que surgió en contraposición al evolucionismo positivista decimonónico, ha derivado en una especie de lastre moral en la antropología; y que puede ser enunciado en la siguiente afirmación: ninguna sociedad es superior a otra y, más aún, en última instancia no son comparables.

El resultado ha sido la proliferación de los estudios de caso y la dificultad de síntesis de la disciplina para consolidar teóricamente todo ese material. Es interesante que fueron aquellos autores más cercanos a las problemáticas ecológicas y al estudio de la relación naturaleza-sociedad, quienes presentaron los programas más generalizadores a partir de la década del 50, caso de Julian Steward, Leslie White, Marvin Harris (Worster, 1993) e, incluso, Marshall Salhins (1964). En este tipo de proyectos académicos, la posibilidad de la comparación entre sociedades es una realidad, aunque no exenta de problemas metodológicos. Este argumento de “relativismo cultural” ha servido para dejar la conciencia tranquila a los antropólogos, en la medida en que no habría criterios para medir comparativamente la sustentabilidad. ¿Qué es sucio o limpio? Es una cuestión cultural. Cada cual decide su propia felicidad, y no pueden imponerse cánones de las sociedades desarrolladas a las menos desarrolladas. Con este criterio todo es válido, desde las mutilaciones hasta la miseria, en nombre de la relatividad cultural.

Intentos recientes por escapar a este dilema entre la “igualdad” de las culturas y la necesidad de tomar postura para actuar en la arena pública muestran que este problema epistemológico podría contemplarse bien como un obstáculo o bien como una de las virtudes de la disciplina (Ellen, 1996; Descola y Pálsson, 1996; Milton, 1996). Obstáculo, porque puede ser paralizante y signo de conservadurismo a la hora de proponer metas para un mejor desarrollo humano. Virtud, en el sentido de reconocer que no hay ninguna sociedad humana que haya vivido en armonía perfecta con su entorno natural externo e interno, o no hay “ninguna civilización ecológicamente inocente” (González Alcantud y González de Molina, 1992:30), por lo que el desarrollo sustentable es un proyecto aún por construir.

Después de la hegemonía de las corrientes posmodernas en los 80s y primera mitad de los 90s, que veían casi imposible la comparación etnográfica, la acumulación de material de campo, la mayor comunicación entre los investigadores, y la discusión de los principios relativistas al interior de las propias sociedades “tradicionales”, ha llevado a una necesidad y resurgimiento de los intentos de estudios comparativos, en busca de tendencias en la evolución social. Por ejemplo, Descola y Pálssons afirman:

Paradoxically, a renewed faith in the comparative project may have emerged from the very richness of the ethnographic experience itself, i.e. from the shared recognition that certain patterns, styles of practices, and sets of values described by fellow anthropologists in different parts of the world are compatible with one’s ethnographic knowledge of a particular society. […] In other words, ethnography makes one focus on the particular while a lot of ethnographic particulars kindle anew the interest in comparison (Descola y Pálsson, 1996:17-8).

Uno de los resultados del ejercicio comparativo, y de volver a utilizar una concepción histórica transcultural, es la idea de que la evolución de los humanos muestra una tendencia hacia la complejidad. Ahora bien, el uso de la categoría complejidad en cuanto indicador de diferencias entre sociedades tiene para algunos connotaciones negativas, asociadas al evolucionismo lineal de principios de siglo XX, al que tan firmemente se opuso la escuela relativista y culturalista. No obstante, hoy en día se entiende por complejidad una característica emergente de los sistemas sociales, donde la acumulación de cambios promueve la transformación a otra estructura original, pero no arbitraria, sino enraizada en la herencia ecológica y social de las generaciones precedentes. Esto nos permite, en principio, escapar a la trampa lógica de una antropología que reconoce la unicidad de la especie humana, pero al mismo tiempo defiende el relativismo de las culturas (Gardner, 1987:282). Si damos al dato antropológico una profundidad histórica, podemos hallar una tendencia hacia la complejidad, por acumulación de información (Lewin, 1992), respetando las peculiaridades y contingencias de los distintos caminos, y sin una jerarquización moral de las culturas y su comportamiento con el medio ambiente. De esa manera se escapa del relativismo cultural extremo inconducente, si queremos abrir el diálogo entre la producción antropológica y otras disciplinas y/o agentes sociales. Como dice Ellen, en su introducción a una de las principales compilaciones de la antropología ecológica contemporánea:

A relativist discourse of nature and culture is much easier to handle for those who are in a position to treat all their data as texts, who deny or have no interest in explicit comparison or pan-human generalization. It is much more difficult if we wish to translate the import of such ideas into terms that are understood and productive in the work of ‘natural’ scientists and those in the applied professions who use their insights and models of the world, or if we seek to explain how it is that humans seems to share a particular experience of the world sufficiently to be able to find the things they talk about recognizable (Ellen, 1996:2).

De alguna manera, la antropología pretende aportar una mirada sobre la relación sociedad-naturaleza que no caiga ni en el romanticismo ambientalista de aquellos que ven en algunas de las sociedades pre-capitalistas un modelo de sustentabilidad ambiental (y a veces social), ni en la apología modernizante del capitalismo, basada en la aplicación de un sonambulismo científico y tecnológico.

Para poder analizar en su especificidad y al mismo tiempo comparativamente sociedades diferentes, la antropología tuvo que reconocer, previamente, un cambio en la forma de concebir la cultura. De un producto dado que, mediante el consumo por las sucesivas generaciones, se recrea permanentemente, a un proceso de producción y consumo simultáneo, donde los diferentes sectores, grupos y clases de la sociedad, juegan un papel diferente en ese proceso de producción-consumo de la cultura.

No es momento de entrar aquí en la discutible dicotomía naturaleza-cultura. Ya Ingold (2000b:40-51) ha demostrado sus incongruencias. Sí nos interesa mostrar que, tal vez, la tradición más fuerte de la antropología ha sido el considerar a la cultura como una entidad recibida y reproducida en el tiempo como resultado de su consumo por las sucesivas generaciones. Si revisamos los principales conceptos que la antropología utiliza para explicar la permanencia de la cultura, veremos que todos ellos conducen a una misma conclusión: la concepción de la cultura como algo dado resultado del sucesivo consumo (Foladori, 1992). Los términos enculturación, endoculturación o socialización, se refieren a los mecanismos por los cuales se transmite la cultura de una generación a otra. El lenguaje, las prácticas de comportamiento cotidiano, la educación, etc., son todos medios mediante los cuales las generaciones nuevas van adquiriendo la cultura del grupo en el cual se insertan. Estas nuevas generaciones, consumiendo cultura la interiorizan y, a su vez, se convierten en transmisores de ella.

La palabra etnocentrismo, se refiere a la valoración positiva y superior que los integrantes de una cultura tienen sobre sus propias pautas culturales, desmereciendo aquellas de culturas ajenas. El etnocentrismo aparece como la suma de prejuicios que una sociedad tiene sobre sí misma. Pero, si nos preguntamos ¿de dónde surgen? La respuesta es circular: la comunidad de vida, de cultura, impone prejuicios que sus miembros consumen y, entonces, enarbolan.

El relativismo cultural, es el concepto desarrollado por la antropología para contrarrestar los prejuicios derivados del etnocentrismo. El relativismo cultural propone no hacer juicios de valor sobre las diferentes culturas, suponiendo, de esta manera, que cualquier cultura tiene la misma “validez”, que no hay culturas superiores o inferiores, tan sólo diferentes. Pero, evaluar las conductas ajenas de acuerdo a las reglas étnicas del contexto en el que se producen equivale a juzgar una cultura una vez que se han consumido sus prejuicios. Una vez más, ahora en el concepto de relativismo cultural, queda al desnudo la necesidad de empaparse de una cultura (consumirla) para poder entenderla.

La aculturación, o cambio cultural,  supone los procesos de transmisión cultural, de adaptación de una cultura a otra. Incluye la deculturación o pérdida de pautas culturales por parte de una sociedad, para la posterior adaptación o aculturación a nuevas pautas. En todos los intentos de análisis del cambio cultural por la antropología, el énfasis está dado en el elemento externo. Los cambios se originan por el contacto de una cultura con otra. En el mejor de los casos, la cultura puede cambiar internamente, como resultado de una acción individual, una invención o un descubrimiento. Los conceptos de aculturación o de cambio cultural son consecuentes con el conjunto teórico anteriormente mencionado; si una cultura se reproduce a sí misma, la única posibilidad de cambio debe surgir de agentes externos: naturales o contacto entre pueblos. Entonces se trata del consumo que una sociedad realiza de las pautas culturales de otras sociedades, sea por mecanismos impuestos violentamente o voluntariamente.

La conclusión de los conceptos anteriores es simple: cada individuo reproduce naturalmente la sociedad mediante el consumo de una cultura preexistente. La cultura es vista desde la perspectiva del consumo. No hay concepto alguno en la antropología académica que privilegie o destaque cómo o quienes y en qué grado producen la cultura. Es claro, además, que lo que se consume es algo terminado, un producto. No obstante, es evidente que algo que existe debe haber sido producido. Más aún, en tanto producción, es un proceso y no un producto.

No obstante esa tradición “consumista” de la cultura profundamente arraigada en la antropología, en las últimas décadas y desde los estudios de antropología ecológica ha habido una fuerte tendencia a presentar al comportamiento humano como un proceso en construcción (Pálsson, 1991; Foladori, 1992). Esto no es exclusivo de la antropología. En todos los ámbitos académicos, y como resultado de la constatación de que el desarrollo capitalista de pos-guerra a la par con el aumento de la riqueza material generó mayor pobreza y desigualdades, se ha comenzado a estudiar la sociedad humana en sus diferencias. Así, indicadores como el PIB, comienzan a ser substituidos por otros como el Índice de Desarrollo Humano, o el PIB-verde, etc. La intención es múltiple. Una, mostrar que del crecimiento material no se deriva, directamente, un mayor bienestar social. Otra, mostrar que elementos sin precio como los naturales, que no se convierten en materia prima, son parte del ciclo de vida de la sociedad humana y deben ser considerados en el análisis del bienestar. Por último, que los promedios ocultan las diferencias al interior de la sociedad humana.

Un ejemplo de ese paso, de considerar las situaciones como dadas para entenderlas como proceso, fue el cambio en el concepto de “toxicidad” en los Estados Unidos de Norteamérica durante las últimas décadas. Noble (2000) muestra cómo la falta de sustento científico no fue obstáculo para que el movimiento ambientalista norteamericano consiguiese, en un período de veinte años, entre principios de los setenta hasta los noventa, una serie de conquistas tanto en la legislación, como en el desempeño científico. Algunas de las conquistas en la determinación del criterio de toxicidad de los productos lanzados al mercado son: a) la de incluir como indicador de enfermedad, además del cáncer, disturbios endocrinos, nerviosos, y hasta psíquicos. Anteriormente, si el producto no mostraba señales de producir cáncer no era considerado tóxico; b) el incluir, además de investigaciones en un ser humano medio, niños, sectores pobres de la población y minorías étnicas. Antes sólo se consideraba la posibilidad de un producto ser tóxico en un individuo “medio”, pero, por estar en una etapa del ciclo de vida diferente, o por poder tener una dieta alimenticia diferente, esos grupos, que no están representados por el individuo medio,  podrían sufrir los efectos de ciertos químicos de forma individualizada; c) el considerar, además del efecto de los químicos de forma aislada, sus combinaciones, ya que los elementos de manera aislada pueden no resultar agresivos pero sí en su combinación; d) un cambio en el concepto de enfermedad, pasando de enfermedades conocidas a los “biomarkers”, o indicadores de posibles futuras tendencias negativas, aún cuando no puedan ser identificadas las enfermedades en el momento. Esto, porque el organismo puede mostrar sus efectos luego de la acumulación por períodos prolongados de tiempo; y, e) una disminución del porcentaje de requerimiento epidemiológico para establecer correlaciones con contaminantes. Si antes un producto para ser considerado tóxico tenía que demostrar su efecto en  90% o más de los casos analizados, ese porcentaje fue bajado a 70%, o inclusive 50% según los casos. De este ejemplo pueden derivarse varias conclusiones. Primero, la demostración que algo tan claro para el sentido común, como es el concepto de “tóxico” no es un concepto estático, no es un hecho, sino algo que cambia según las condiciones del contexto. Segundo, que lo “tóxico” no es un criterio científico neutro, sino un resultado de las luchas sociales, donde la política juega un papel tan importante como el laboratorio. Tercero, que para defender intereses sobre niveles de vida o de bienestar no es necesario ni prioritario una discusión técnica, ya que hay criterios éticos y políticos que deben determinar el contexto en que los conocimientos técnicos deben ser evaluados. Cuarto, que la sociedad humana no puede ser considerada como una unidad, sino que a su interior existen diversos grupos que tienen no solamente un comportamiento diferente respecto del medio ambiente externo, sino que tienen jerarquías distintas en cuanto a su decisión sobre cuestiones que afectan a toda la sociedad, como en este caso lo son los investigadores y laboratorios, los políticos, los ambientalistas, y otros.

Reflexiones finales

El reconocimiento, por parte de la moderna antropología ecológica, de la cultura como un proceso en formación conduce a importantes y necesarias conclusiones para discutir la problemática ambiental y también para orientar las políticas públicas. Con ello, también se rediscutiría el arsenal conceptual de la propia antropología (Ingold 2000a) (4). Las conclusiones principales serían:

1.      La necesidad de que las políticas públicas sean direccionadas de forma diferenciada para los distintos grupos sociales. Más aún, no basta con los grupos que son cualitativamente diferentes en su apariencia externa, como la división entre hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos, o grupos étnicos. También es necesario el estudio al interior de cada grupo, ya que de otra forma los promedios estadísticos ocultan las diferencias de clase. Un reciente estudio (Taks, 2001) muestra, por ejemplo, la variación en las prácticas y actitudes hacia la tierra y los animales domésticos entre tamberos asalariados y productores familiares en Uruguay, mostrando los últimos una mayor preocupación por la reproducción de la fertilidad de los suelos. Dicha diferencia queda la más de las veces oculta cuando se analiza al productor o poblador “rural” de forma genérica, en oposición al productor o habitante “urbano”.

2.      La necesidad de que existan procesos de monitoreo, en tiempo real, de la aplicación de las políticas. Esto es así tanto para su correspondencia con la satisfacción de las necesidades sociales, como para su corrección durante el proceso. Esto obliga a la participación activa de los grupos involucrados, para hacer efectivo el proceso de correspondencia con las necesidades y de monitoreo según los intereses de los beneficiarios de las políticas. Como concluye Drijver luego de pasar revista a tres proyectos de desarrollo local en África:

Successful participatory environmental projects are flexible and the schedules for allocation of funds, definitions of project areas, target sectors of action and groups to be involved, can be adjusted frequently and attuned to the local needs and chances of achieving success. […] The projects require appropriate political objectives, skills and will on the part of all the agents from the sponsor and designers to the participants and beneficiaries (Drijver 1992:143-4).

En este sentido, el objetivo político de la política ambiental debe ser aumentar las capacidades humanas para disminuir la vulnerabilidad, en lugar de atacar el problema una vez manifiesto (Sarewitz y Pielke, 2002) (5).

3.      Es necesario reconocer que, según el lugar que ocupan en la distribución de la riqueza social, en la ocupación del espacio construido, y en la decisión sobre la política, los grupos y clases sociales responden de manera diferente a los impactos, tanto los internos de la propia sociedad, como los provenientes de la naturaleza externa —eventos extremos que pueden culminar en desastres. Más aún, los antropólogos y otros cientistas sociales preocupados por las relaciones entre la experiencia práctica y las representaciones del mundo, deben estar prontos para observar distintas y frecuentemente ambivalentes percepciones del ambiente (6). Estas ambivalencias están enraizadas en las distintas prácticas con el mundo material y en las posiciones particulares de las personas y grupos en una determinada estructura social.

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Notas

1) Lo cual se demostró errado, ya que desde el lenguaje, la semiótica compite con igual autoridad en el mismo campo 

2) Para un análisis más reciente de la “environmental anthropology” y el análisis de los discursos ambientalistas como objeto de estudio, ver Brosius (1999).

3) Aunque ha recibido críticas insuperables, este modelo analítico continúa siendo citado como uno de los proyectos mejor logrados de unir la antropología cultural con la teoría ecológica sistémica.

4) Environmental research is a process, not a set of products available for consumption, and is carried on within a field of relations in which local people, scientists, policy makers and others are all actively involved. (Ingold, 2000a:222).

5) Un caso sobre las virosis, que ilustra sobre la diferencia de concepción entre atacar las manifestaciones o desarrollar las capacidades de la población para disminuir la vulnerabilidad, puede verse en Tommasino y Foladori (2001).

6) Ver O´Riordan (1976) por una temprana observación de la no correlación entre ideas y prácticas ambientales en las sociedades industriales. También la gran obra clásica de C. Glacken (1996 [1967]) sobre la evolución y convivencia de distintas ideas de la naturaleza en Occidente.


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